lunes, 18 de octubre de 2010

"Hundezelle y otras vidas maltratadas"


      Sabedora de mi afición por el relato corto o nouvelle francesa de finales del siglo XIX, mi compañera y colega del Instituto A Xunqueira I, Adela Lueiro, profesora de Lengua y Literatura española, me regaló un libro de su padre, el escritor pontevedrés Manuel Lueiro Rey (1916-1990). Es una antología de cuentos cortos titulada Hundezelle y otras vidas maltratadas, editado, a instancias de su viuda, por la Editorial Ronsel en 1998, por lo que se trata de una obra póstuma.
La leí con avidez, pues el primer relato ya me había cautivado. Me resultó extraño leer este libro de costumbres gallegas a la luz del sol andaluz y bajo la mirada de la estatua del escritor local gaditano Fernando Quiñones, que permanece firme en su pedestal a la entrada de la playa de La Caleta, en cuya arena conocí por vez primera la obra de Manuel Lueiro.
Lueiro fue funcionario en Hacienda, hecho muy frecuente entre los escritores que no viven de su obra y deben someterse a un trabajo generalmente de índole burocrático por su preparación y dotes para la redacción, lejos de las exigencias extremas de otro tipo de tareas donde el vigor físico es indispensable para obtener el sustento. Recordemos a Guy de Maupassant (1850-1893), funcionario en el ministerio de Marina y posteriormente en el de Instrucción Pública, hasta que la fortuna le sonrió y pudo vivir de la literatura, lo que le permitió luego criticar con saña a los chupatintas de los despachos. Cervantes fue comisario de abastos y recaudador de impuestos. Múltiples casos se dan en la historia de la literatura y hoy sigue siendo un hecho común.
Manuel Lueiro, por la época en que le tocó vivir, estuvo sometido a una férrea disciplina jerárquica en el ámbito de sus tareas administrativas y a unos estrictos y encorsetados ideales políticos en pleno apogeo de la dictadura del general Franco, por lo que aparte de cuidar lo que escribía, debía ocultar cualquier tipo de idea o filiación ajena u opuesta al régimen si quería subsistir y mantener a una familia.
Fue ese sentido de la necesidad y de la responsabilidad, lo que hizo mantener a Manuel Lueiro en los despachos de la Delegación de Hacienda de Pontevedra, mientras escribía sus relatos sutilmente acerados y críticos para evitar la censura castradora del libre pensamiento. La libertad de expresión, que hoy nos parece un derecho tan elemental, era impensable en los años de la producción de Lueiro.
Lueiro fue un inveterado comunista. Las miserias de su Galicia rural, los tipos poco bendecidos por la suerte, su agnosticismo o ateísmo («No me digáis que Dios nos está viendo», dice un personaje de su cuento S.O.S. perdido en el espacio), las arbitrariedades del caciquismo, en definitiva la injusticia, lo inclinaron hacia el auténtico comunismo y lo que él creía más acorde con su gran humanismo. En esos años Lueiro arriesgó mucho. El comunismo era, para sus enemigos y el vulgo adicto o cómodamente adaptado al régimen, sinónimo de nihilismo, incendiario de iglesias, asesino de curas, todos los sambenitos que los vencedores hicieron llevar como un pesado yugo a los vencidos; un comunismo enemigo irreconciliable del nacionalismo fascista y los poderes fácticos de aquel entonces, a saber el ejército y la Iglesia. Cualquier manifestación, por leve que fuese, contra esos poderes, era castigado con el descrédito, el despido del trabajo o en casos más graves la prisión.
Estas dificultades son las que hacen de la obra de Lueiro una proeza extraordinaria. ¡Cómo logra, bajo las líneas sutiles de sus cuentos, dejar emanar suaves hedores de la miseria humana que aquella sociedad timorata y sometida aceptaba con naturalidad, y cómo execra la hipocresía dominante de las clases más favorecidas, al igual que la de la Iglesia que, preconizando la caridad, le hacía el juego al poder establecido!
¿Qué más caridad que la de Lueiro retratando las vidas maltratadas de sus protagonistas? ¡Cuánta ternura destilan sus cuentos! Lueiro no practica una caridad mercantil sino una caridad humana, más natural y conmovedora que aquella otra basada en dogmas preestablecidos que sólo persiguen un objetivo: la salvación del alma. Por lo tanto si se anhela un fin, es una caridad egoísta. La caridad de Lueiro es generosa y desinteresada porque no cree en un paraíso proveedor de dicha eterna ni en un infierno dantesco. Ambos están en esta vida, en las alegrías y tristezas de sus personajes, y que consolador trata de ser con ellos, como los va arropando y cubriendo con su tierna prosa, conmoviéndonos y dejándonos una profunda sensación de melancolía, como si esas personas fueran de algún modo nuestros allegados.
¡Qué gran injusticia que l no lo hayan reconocido como se merece! Pero, Don Manuel, esté donde esté, consuélese con estas palabras que el gran Flaubert repetía a modo de axioma, despreciando toda mención honorífica: «Los honores deshonran, los títulos degradan, el cargo embrutece». Al final el tiempo, y sobre todo los lectores, ponen a cada uno en el lugar que le corresponde.
Lo realmente importante es que nos queda la obra íntegra de un hombre íntegro. Basta leer sus relatos para comprobar el grado de humanidad y bonhomía que hay en Lueiro.
Atreviéndome a realizar un breve análisis de sus cuentos, aprecio una evolución temporal, no tanto en la calidad como en el estilo y la complejidad. Los primeros relatos de la antología dejan mostrar una cierta impersonalidad, propia de los escritores realistas de finales del XIX y principios del XX. Ese cuidado, consciente o no, en no tomar partido (probablemente por precaución) ante las miserias de la vida, conformándose con exponerlas ante nuestra vista y que sea el lector quien se conmueva o quede impasible sin que el autor se inmiscuya. En definitiva menos psicólogo y más fotógrafo. Son ejemplo de ello El media cabeza, También eran blancas las gaviotas, Silverio, La Barca, Hundezelle, Mingos, Mi tía María, Silverio un hombre feliz...
Así Le decían media cabeza nos recuerda a l’Infirme, la aventura de Silverio en, Silverio un hombre feliz,  podría ser, salvo el desenlace, un aventura de Monsieur Patisot, el personaje central de Les dimanches d’un burgueois de París, la noble actitud de Rafaela, protagonista en El Aguinaldo, nada tiene que envidiar a la de Clochette, casualmente ambas cojas. Todos estos títulos en francés son relatos del autor naturalista francés Maupassant ya mencionado. Es de destacar que Maupassant también fue un autor que describió, entre otros muchos temas, las miserias de los personajes de su época y Alianza editorial publicó en España una antología de sus relatos titulada Mi tio Jules y otros seres marginales. Es notable la similitud de los títulos.
Pero el estilo de Manuel Lueiro sufre una modificación en los cuentos que tienen como escenario la Guerra Civil que le tocó vivir muy de cerca, ya que tenía 20 años cuando se desató la contienda fraterna (otra curiosa coincidencia, porque a Maupassant, la guerra franco-prusiana de 1870 lo sorprendió con 20 años). La psicología hace acto de presencia y Lueiro se involucra más. Denuncia la locura de la guerra, el abuso del poder (La muñeca) inclinándose siempre hacia el más débil pero consciente de la impotencia de no poder redimirlo, de no poder salvarlo; no hay finales felices, hay finales a secas. Evidentemente son relatos que la censura prohibiría leyendo las primeras líneas, e incluso acarrearían algún disgusto a su autor si llegasen a manos impropias. El aguinaldo, La muñeca, María, Jorgito, Un puñado de tierra en el silencio, S.O.S. perdido en el espacio, y por supuesto Manso, caballo de carne y hueso, donde hace un recorrido por el frente, bajo la mirada de un animal, cuento que se habría de convertir en novela.
En cualquier caso, todos los cuentos se caracterizan por una prosa sobria, concisa, sin artificios de estilista, y siempre encuentra el sustantivo preciso (le mot juste que Flaubert perseguía encarnizadamente), el verbo que lo anima y el adjetivo que lo califica. Ritmo cadencioso y un dominio del relato corto propio de los maestros del género: ¡Cuánto se puede decir en tan pocas líneas! La barca, relato de dos páginas y media, es de un intenso dramatismo. Sus personajes son como destellos de vida sumidos en una existencia oscura; cada cuento es como un faro en un mar de brumas y los personajes toman un cariz majestuosamente dramático dentro de su mediocridad. En eso consiste el auténtico objetivo del arte: crear belleza de lo cotidiano. Y Lueiro lo consigue, pese a partir con la desventaja de que sus cuentos nos presentan historias que en la realidad jamás podrían considerarse bellas, importante handicap que hace más complicada su conversión y  por tanto más aplaudida su obra.
Los relatos de Lueiro, como ya apuntamos anteriormente, nos recuerdan en ocasiones a los cuentos normandos de Maupassant, sus campesinos, sus marineros, los paisajes. Al fin y al cabo la Normandía francesa y la Galicia profunda tienen una orografía y una idiosincrasia en sus gentes muy similar: la socarronería, la cicatería, la desconfianza, a veces la brutalidad. En ese marco Lueiro se mueve con la maestría de un fino observador y sobre todo con una mirada llena de piedad. Pero a diferencia de Maupassant, que era un autor completamente indiferente ante los avatares de los más infortunados, Lueiro pone más alma y corazón; es más tierno y protector. Sabe emocionarnos, e incluso arrancarnos una lágrima con sus relatos que, al fin y a la postre, todos tienen un denominador común: la muerte. Otra de las obsesiones que acosaron durante toda su vida al escritor francés. Las referencias a la muerte son múltiples a lo largo de todo el libro. Sirvan algunos ejemplos:

Era la primera vez  que iba a un cementerio y [...] aquello me puso delante del pecho una de las verdades más crudas: la muerte. (También eran blancas las gaviotas)

Toda la vida esperando esa hora, y había que estar preparado, siempre la muerte que nos espera, no la hemos de entender nosotros precisamente. (El aguinaldo)

Si al morírsenos una persona que queremos, el dolor del primer momento continuase en los días sucesivos, la humanidad ya haría tiempo que hubiese desaparecido de la tierra. Pero como la vida sigue, nuestro camino es la vida. (La tía María)

¡Y fue entonces cuando comprendí la solemne importancia que tiene la muerte! (la tía María)

Pero la muerte no es una liberación, sino un mero desenlace de esas vidas simples y trágicas, el faro que se apaga. En su obra apreciamos la finitud de la vida, pero también su valor. Todo es breve y pasajero (tempus fugit), dejando ver netamente su pesimismo, por otra parte un pesimismo propio de la sociedad gris de esa época. Los cuentos a veces son crudos, despiadados e incluso crueles, y en ocasiones el autor puede ser tildado de truculento (Mingos) por lectores de más frágil sensibilidad, pero la pátina de ternura que los envuelve mitiga y dulcifica la tristeza que exhalan, a veces incluso alguna pincelada humorística aquí y allá nos reconforta de tanta desgracia (recordemos al señor Higuero, protagonista del cuento También eran blancas las gaviotas, de pies tan duros y curtidos a base de andar descalzo, que clavaba los clavos a golpe de calcañar), arrancándonos una sonrisa que enseguida desaparece al retomar el hilo dramático del asunto. También el cuento Hundezelle es puro humor hasta las últimas líneas donde la extraña palabra, que da título al mismo, adquiere sentido. ¡Qué divertido es ese concurso imitando voces de animales en las fiestas del pueblo...! pero ¡con qué brusco y repentino giro la hilaridad de los presentes se convierte en alarma ante la imitación del perro!
Si tuviese que elegir algún cuento me vería en un gran compromiso. No acierto a decidirme por ninguno, porque todos merecen estar en cualquier antología de relatos cortos, pero si alguien quiere leer algo conmovedor, algo que no nos va a dejar impasibles y que jamás olvidaremos, le recomendaría Un puñado de tierra en el silencio.
Todavía no he leído el resto de la producción de Manuel Lueiro, pero si la calidad del resto de su obra, iguala al menos, porque superarla sería muy difícil, la de este libro de relatos, estamos ante un escritor de primer orden que debemos reivindicar de inmediato.

Muchas gracias, Adela, por este precioso regalo.

José Manuel Ramos González.
Pontevedra, agosto 2010