domingo, 27 de marzo de 2011

Horacio Quiroga y Maupassant

Que Horacio Quiroga (1878-1937) conocía la obra de Guy de Maupassant (1850-1893) y lo consideraba como uno de los mejores escritores de cuentos de todos los tiempos, es un hecho evidente. Tan solo hay que leer su famoso Decálogo del perfecto cuentista, cuyo primer mandamiento es:

Cree en un maestro - Poe, Maupassant, Kipling, Chejov - como en Dios mismo.

Pero también era consciente de que la influencia que estos maestros podían ejercer en él podía ser un obstáculo para desarrollar su obra en detrimento de su propia originalidad, por lo que la segunda premisa de su decálogo es:

Resiste cuanto puedas a la imitación, pero imita si el influjo es demasiado fuerte. Más que ninguna otra cosa, el desarrollo de la personalidad es una larga paciencia.

Este segundo mandamiento, nos remite parcialmente a lo que Maupassant nos cuenta cuando Gustave Flaubert le aconsejaba:

 (…) no olvide usted esto, joven: el talento en frase de Bufón, es tan sólo una larga paciencia. [Del prefacio a Pierre et Jean]

La pregunta es la siguiente: ¿Siguió Horacio Quiroga el segundo mandamiento que su Decálogo establecía? La respuesta no es fácil, porque el crítico siempre puede buscar influencias ad hoc; adornarlas y argumentarlas, de modo que un lector poco avezado pueda considerar que, en efecto, tal o cual cuento es una réplica más o menos disfrazada de otra narración conocida universalmente, que a su vez contuviese reminiscencias o influencias de otro más antiguo todavía, y así hasta realizar un viaje en el tiempo buscando en un océano de relatos, hasta llegar al momento en que no se dispongan de testimonios escritos; aunque los más empecinados siempre podrán avanzar un poco más hacia atrás en el tiempo, acudiendo a la tradición oral, que también es rica en historias que bien pueden ser fuente de inspiración para el literato.
La historia de la literatura está repleta de trasgresiones al segundo mandamiento de Quiroga, sobre todo cuando el escritor es joven, atrevido, desconocido y cuando está aprendiendo su oficio. La resistencia a las influencias es débil y en muchos casos inexistente, desde la más inocente inconsciencia hasta el extremo de escribir con una mano, mientras con la otra se van pasando las hojas del libro que se está utilizando como referente.
¿Quién no ha cometido pecadillos de juventud arriesgando una reputación todavía inexistente? Tal vez mucho que ganar, y si la posteridad se encarga de denunciarlo es prueba de haber alcanzado un éxito al alcance de unos pocos.
Pero Horacio Quiroga no solamente postula la resistencia a la imitación, sino que al mismo tiempo deja abierta la posibilidad de la copia si la influencia es demasiado fuerte. No incurre en contradicción, sino que nos parece una declaración de sinceridad encomiable por parte del autor, que en sus genes parece estar presente  siempre alguna característica semidivina que lo eleva por encima del más común de los mortales. La fatuidad, la arrogancia, la presunción y cualquier sustantivo análogo a estos, nos describe muy bien el carácter de la mitad - por dar una proporción redonda - de los escritores encumbrados. En oposición se encuentra la otra mitad, encumbrados también, pero que lo serán póstumamente: los bohemios, indigentes, desequilibrados, situaciones físicas y morales que constituyen el estigma casi siempre presente en su obra. Edmond de Goncourt o Théophile Gautier podrían ser un buen ejemplo para el primer caso, Allan Poe o Villiers de L’Isle Adam para el segundo.
Y en estos estratos opuestos, pueden encontrarse las similitudes y diferencias entre unos y otros. La vida desahogada generalmente produce una literatura más barroca y más competitiva en la búsqueda de una originalidad que a veces se transforma en puro artificio. Sin embargo una vida mísera, llena de privaciones y desgracias, hace al autor más sincero porque necesita la literatura como una catarsis para evadirse de su infierno trasladándolo al papel, consolándose con las miserias de los personajes de ficción que pone en escena.
Toda clasificación es imperfecta cuando se trata de encasillar a alguien según su psicología, teniendo como principal hándicap la máxima de que cada persona es un mundo. Así que buscando un equilibrio entre los dos extremos anteriormente apuntados, siempre podemos situar con mayor o menor acierto a un escritor, inclinándolo hacia un extremo o hacia otro. Aunque aquí hay tanto de subjetivo como puede haberlo en cualquier juicio emitido tras la lectura del autor que va a depender siempre del estado de ánimo, de la cultura y del grado de sensibilidad del lector.
El análisis del caso que a continuación me ocupa es superfluo; y no es falsa modestia lo que me anima a recurrir a este adjetivo; la razón es que si bien conozco en profundidad a Maupassant, no puedo decir otro tanto de Horacio Quiroga, y en verdad lo lamento, porque la relectura que he hecho de sus Cuentos de amor de locura y de muerte, ausentes ya de mi memoria, me han vuelto a dejar intensamente impresionado por su calidad y crudo realismo.
Sin duda el estilo de ambos escritores tiene similitudes; igual economía y precisión en las descripciones, idéntica actitud de observador, manteniendo una impasibilidad constante a lo largo de los cuentos; esa carencia para no involucrarse en los cuentos y ser un mero narrador de lo acontecido, tan propia de los escritores naturalistas, sin dejar atisbar ninguna moralina a modo de corolario. Similitudes genéricas propias del perfecto cuentista.
No obstante encuentro en los cuentos de Quiroga más sensibilidad que en Maupassant, como si sus cuentos tuviesen un barniz de piedad para con sus protagonistas de la que carece el impersonal autor francés.
 De todos modos esta opinión es producto de una primera impresión obtenida en breve tiempo y sin la amplitud de miras suficiente para juzgar a uno y otro en su justa medida.
Como ya dije anteriormente pueden ser comparados porque ambos tienen en común un talento para el cuento como pocos. Muy pocos escritores pueden presumir de ser buenos cuentistas. No debemos olvidar que el cuento obliga a decir mucho en muy poco, en economizar adjetivos y en caso necesario a buscar el más apropiado. El cuento no permite los largos y rítmicos párrafos de Flaubert o la prosa científica de Zola, ni desplegar todo el análisis psicológico que destila la obra de Dostoyevski. El cuento es un género tan difícil como menospreciado. Y precisamente esa paradoja se debe a que la brevedad que exige, lo hace más pródigo y por tanto más propenso a la mediocridad, que generalmente suele ser proporcional a la intensidad con la que se practica. Raro hoy en día es el escritor que no haya dado sus primeros pasos en este género para ir aprendiendo el oficio. Así, gran parte de las obras cortas que a nosotros llegan, suelen ser bocetos e intentos de diletantes en un género para el que se requiere más precisión, dominio del lenguaje y experiencia literaria que para la novela, donde las redundancias, largas descripciones, amontonamiento de adjetivos e incluso más de un término de dudosa existencia, pueden pasar desapercibidos, siempre y cuando la historia sea absorbente. Pero en el cuento sucede lo contrario. Es el estilo, la prosa y la brevedad lo que hace que la trama penetre hondamente en el espíritu del lector o sea un completo fiasco, convirtiéndose en una historia absolutamente banal si su autor se aleja de la senda marcada por los postulados que hacen de este género un arte grandioso. Los grandes, los enormes cuentistas son pocos: Antón Chéjov, Guy de Maupassant, Iván Tourgeniev, Alphonse Daudet, Edgar Allan Poe, O. Henry, Bret Harte, Ambrose Bierce… son nombres y hombres irrepetibles en la historia de la literatura.
Tanto Horacio Quiroga como Guy de Maupassant tenían muy claras las pautas a seguir a la hora de elaborar sus cuentos. El primero manifiesta sus principios literarios a modo de diez decálogos, a cada cual más certero. Decálogo del que ya hemos visto sus dos primeros mandamientos. No reproduciremos los demás, no menos importantes que los ya vistos, porque pueden encontrarse con facilidad en cualquier manual de literatura o en Internet. Maupassant aprovecha la publicación de su novela, Pierre et Jean, novela muy corta sin llegar a ser relato, -considerada por muchos como su mejor novela - para escribir un prefacio donde pone de manifiesto sus principios literarios, la mayoría de los cuales han sido inculcados por su maestro Flaubert, y combinados con las dotes innatas de gran observador, producen esa genialidad creadora que Maupassant tiene reconocida en todo el mundo. Todo se puede reducir a que para escribir algo que llegue a sensibilizar al lector no es necesario buscar palabras rebuscadas, ni caer en la adjetivación innecesaria. Lo único que hay que lograr es describir un árbol en un bosque de modo que lo diferencie del resto de los demás árboles, que describa únicamente a ese árbol y no a ningún congénere. Eso es lo que hace grande al escritor de cuentos; aquel que logra revelar la psicología del personaje no por el análisis de sus sentimientos, sino por sus gestos, acciones y reacciones, su forma de vestir, de comportarse ante los demás; en definitiva tal y como las personas juzgamos a nuestros semejantes sin necesidad de tumbarlas en un diván escrutando sus más recónditos pensamientos.
Maupassant también es un experto en sacar provecho de los sentidos del lector. El olfato, el gusto, el oído, el tacto y la vista, son excitados durante la lectura de cualquiera de sus cuentos. Esa particular característica dio lugar a que muchos lo incluyesen inmerso en el naturalismo científico de Zola, denominado en su época peyorativamente como “pornografía de los sentidos”; pero pronto el Maupassant zolesco se iría alejando progresivamente de la novela realista para acabar su vida escribiendo novela psicológica de ambientes mundanos y refinados, completamente distintos de los de su primera época en los que las prostitutas, mendigos, burgueses, funcionarios y gentes de muy variada ralea, eran objeto de su mirada más incisiva.

Quiroga tuvo una vida penosa, repleta de desgracias personales y un final más triste todavía con un cáncer de próstata que no fue capaz de soportar, arrebatándole a La Parca el placer de blandir su guadaña, quitándose la vida antes de que la enfermedad lo hiciese.
Maupassant también lo intentó, pero con menos éxito. La Guadaña de la Parca quiso ser un abrecartas de filo romo y La Muerte se vengó por haber sido desafiada, condenándolo a permanecer dieciocho meses internado en un manicomio completamente alienado, expuesto ante la morbosidad de sus contemporáneos como un monstruo de feria, antes de venir a buscarlo para ser sumergido en la nada. ¡Solo la muerte es cierta!, decía un Maupassant obsesionado y lleno de temores.
La comparativa entre Horacio Quiroga y Guy de Maupassant, haciendo uso de los parámetros de estilo y personalidad anteriormente expuestos, nos sugiere más diferencias que analogías.
Nada tienen pues de envidiable las vidas de ambos, y si hemos de situarlos según nuestra vara de medir entre los fatuos y los indigentes, estarían más bien inclinados hacia estos últimos. Indigencia del alma, pues ambos no sufrieron carencias fundamentales en su vida, pero estuvieron acosados por las desgracias familiares y toda su vida fue un permanente calvario. Esto los hace más afines y en su obra también se apreciará esa visión pesimista de la vida.

En una exposición sobre Maupassant, una estudiante de filología francesa me preguntó si existía alguna relación o influencia de El Horla, célebre cuento de Maupassant, en el cuento de Quiroga El almohadón de plumas.
En aquel momento no supe responderle porque, si bien había leído los cuentos de Quiroga, el tiempo transcurrido desde que eso sucedió había borrado de mis recuerdos el argumento de su relato.
Al retomar el cuento para dar una satisfacción a esa estudiante, cuya intervención fue para mí un estímulo, ya que denotaba interés en lo que había estado contando, descubrí con sorpresa una vez más la calidad como cuentista de Horacio Quiroga. Leí absorto y pudiera decirse que incluso me parecía estar leyendo algo nuevo. En absoluto me recordaba a Maupassant.
Diría que en nada se parecen los dos cuentos, exceptuando que ambos pueden tener una leve dosis de truculencia.
Advierto que si usted no ha leído alguno de ambos cuentos no siga leyendo el presente artículo. No consientan que les prive del placer que supone leer dos de los relatos que se cuentan entre los más importantes de la literatura universal, porque a continuación voy a desgranar sus argumentos y sus desenlaces para tratar de analizarlos, y aunque lo haré sucintamente, no por ello dejo de destruir el elemento sorpresa, crucial en cualquier caso.
El Horla es un relato largo (ocupa unas 30 páginas), y puede decirse sin ánimo de ser ventajista por el triste final de su autor, que puede resultar algo autobiográfico. Maupassant padecía obsesiones y delirios porque abusaba de sustancias que le producían estados alterados de conciencia, sumiéndolo en ensueños irracionales. Estas drogas actuaban de forma disímil, según el momento, pero casi siempre sus efectos se manifestaban en forma de delirios y alucinaciones que si bien él trataba de racionalizar, no por ello dejaban de atemorizarle.
El Horla probablemente haya sido escrito bajo el recuerdo de esos delirios y alucinaciones, o bajo los efectos de alguna droga estimulante, aunque se trata de un cuento narrado con toda la cordura del genio y capacidad intelectual todavía indemne de Maupassant, aunque ya estuviese latente en él el treponema que lo sumiría en la más completa oscuridad.
El Horla es más intenso que El almohadón de plumas. Hay varias razones que llevan a esta conclusión.
El Horla está contado en primera persona, a modo de diario, lo que le confiere más fuerza dramática, toda vez que es el protagonista el que expone sus temores, sospechas y finalmente toda la angustia que el miedo ante lo desconocido puede llegar a producir. El miedo a lo desconocido es el peor de los miedos. Mientras que el cuento de Quiroga está narrado en tercera persona, lo que inconscientemente lo convierte en algo más ajeno al lector.
Debido a su extensión, en El Horla el autor da rienda suelta a las obsesiones que toda su vida lo han acosado y la narración discurre de un modo lineal y progresivo; es un desarrollo in crescendo porque tiene tiempo y espacio para ello. Esto genera una intriga en el lector del que carece el cuento de Quiroga.
El almohadón de plumas es breve (5 páginas) y por tanto en tan poco espacio el desarrollo es más lineal; solo el terror surge en el último párrafo cuando el almohadón es abierto por Jordán. Sin embargo abunda más en la psicología de los personajes que Maupassant. Quiroga ya nos introduce desde el primer momento a una mujer frágil, propensa a los estados de ánimo depresivos porque su marido, pese a quererla, no es muy pródigo en manifestar su cariño. Esto hace que nos vaya llevando con naturalidad hacia la enfermedad de ella, como si estuviese enferma de melancolía y fuese este sentimiento el que la va consumiendo postrada en cama, mientras los médicos diagnostican una anemia galopante y con pocas esperanzas de curación. Todo muy racional. Todo lo contrario que Maupassant en el que lo que sucede a su protagonista parece una locura, algo increíble, pero no nos informa de posibles antecedentes que hicieran pensar en una probable locura, ya que nos presenta a una persona saludable y llena de vitalidad que poco a poco se irá consumiendo. La presencia del objeto del miedo está ya en las primeras líneas del largo relato y va tomando forma en la mente del lector como algo tan horrorosamente sutil que incluso al final del cuento no puede ni siquiera saberse de que se trata. Mientras que el horror de Quiroga tiene forma de ácaro gigante y es en la última línea donde el lector tiene una sensación de repulsión por la presencia de un arácnido descrito de modo tal que ese rechazo va acompañado de auténtico pavor. La escena clave es cuando se percatan de que el peso del almohadón de plumas es en exceso anormal y desgarran su funda:

(…) entre las plumas,  moviendo lentamente las patas velludas, había un animal monstruoso, una bola viviente y viscosa. Estaba tan hinchado que apenas se le pronunciaba la boca…

Mientras que El Horla no se muestra nunca. Es un ente invisible que incluso puede ser una creación de la mente enfermiza de su protagonista si no fuese por todas las pruebas de su existencia que el aterrorizado hombre va aportando a lo largo del cuento.
Particularmente El Horla no es el cuento de Maupassant que más me gusta. No soy muy devoto del cuento fantástico y de terror en general y eso tal vez me haga ser parcial; incluso diría que hoy en día, El Horla sería considerado un cuento de ciencia ficción, porque en su desenlace se deja entrever que se trata de un ser llegado de otro mundo el que irrumpe en la vida del hombre al que pretende sustituir, extrapolando esa conquista a toda la especie humana. Salvando las distancias, un desenlace típico de una invasión extraterrestre de las revistas pulp de los 70.
Sin embargo para los estudiosos de Maupassant es un relato paradigmático por lo apuntado anteriormente, tanto en cuanto revela unas fobias y obsesiones que el propio Maupassant padeció en vida. Incluso muchos ven en ese cuento una prueba de su ulterior locura, pero yo, insisto, considero que esto es un juicio ligero y sobre todo ventajista.
En resumen, nos encontramos ante dos cuentos diferentes.
No descarto en absoluto que Maupassant haya influido en Quiroga, es más, estoy convencido de ello. No obstante, no he leído toda la narrativa de Quiroga para poder emitir un juicio con suficientes argumentos, pero la lectura del primer mandamiento de su Decálogo, puede inducirme a esa deducción.
Desde luego en El almohadón de plumas no encuentro semejanzas de ningún tipo con El Horla.
Así pues, agradezco mucho la intervención de esa amable estudiante que, al igual que sus compañero/as, tuvo la santa paciencia de aguantar mi charla durante dos horas y me planteó una pregunta que me permitió volver a leer una antología de relatos que ya tenía olvidada y con la que disfruté como no hacía tiempo.
Dedico este artículo a ella y a sus compañero/as que asistieron a mi disertación sobre Maupassant en la Facultad de Filología de Santiago el 25 de marzo de 2011.
¡Gracias por vuestra presencia!

José Manuel Ramos González
Pontevedra, 27 de marzo de 2011




domingo, 6 de marzo de 2011

Guy de Maupassant y los animales

Guy de Maupassant, el famoso escritor francés, siempre demostró, tanto en su vida privada como en su obra, una especial sensibilidad hacia los animales.
Sin embargo desde que tuvo edad para soportar el peso de su primer rifle, practicó la caza con pasión. Esta aparente contradicción nos lleva al eterno debate entre los detractores y defensores de la cinegética, en la que los últimos siempre abanderan el más absoluto respeto por sus víctimas. Y aunque parezca una broma de mal gusto para los que no practicamos este mal llamado deporte, los que aprietan el gatillo están plenamente convencidos de ese aserto. Otro tanto sucede con los matadores de toros que, defendiendo su profesión la califican de arte, pero ante todo manifiestan su respeto por el toro al que se enfrentan pertrechados con picas, banderillas y estoque, mitificando de tal modo al astado, que pareciese su intención enaltecer más la cada vez más denostada fiesta taurina.
Yo, ni cazo ni soy afecto a las corridas de toros. Que cada cual sea responsable de sus actos. No puedo entender el placer que hay en matar un animal, ni siquiera en aplastar una araña, ni tampoco creo que de la sangre pueda hacerse un espectáculo y menos considerarlo un arte como la tauromaquia. Si simplificamos la definición de arte a la mera búsqueda de la belleza, podríamos considerar arte todo tipo de actividad humana porque la belleza es subjetiva.
Pero tampoco soy, ni quiero ser coercitivo y respeto las ideas que no comulgan con las mías. No milito en ningún bando ni me arrogo un papel de juez que no me corresponde.
Soy respetuoso con la vida animal pero sin la pasión a ultranza de los vegetarianos, por lo que, aun difícilmente en este pantanoso terreno, trataré de ser objetivo y alejarme de estos debates estériles que poco o nada aportarán a los ya convencidos.

Así pues, dejando al margen la afición a la caza de Maupassant, faceta poco conocida de este escritor, me centraré en el otro vínculo afectivo que este mantenía con los animales, dando por válida esta dualidad que quizá resulte contradictoria para los maniqueos.
Maupassant de caza
La primera vez que vemos a Maupassant en compañía de animales, es con los perros de caza. Se conservan dos fotos en las que aparece un joven Maupassant dispuesto a una batida en compañía de sus perros.
Ya siendo célebre, se le conocen sus mascotas debido a las confidencias que podemos leer en las memorias de su mayordomo, François Tassart. Este escribió dos volúmenes de recuerdos donde nos muestra al Maupassant más cotidiano y hogareño.
Maupassant residía la mayor parte del año en pleno París, normalmente en apartamentos de alquiler donde solía recibir escasas visitas ya que pasaba la mayor parte del tiempo trabajando en su obra. Su personalidad voluble e inconformista siempre acababa por encontrar algún defecto a la vivienda y sus mudanzas fueron frecuentes. Por otro lado era un viajero impenitente y entre una cosa y otra, la compañía de un animal constituía un inconveniente para llevar a cabo todos estos proyectos. No obstante tenía una gata.

Diciembre de 1884.- Teníamos una gatita que mi señor bautizó con el nombre de Piroli; en poco tiempo se volvió muy familiar, gustándole mucho las caricias…Mi señor, en su largo diván de la galería, disfrutaba mirando a esta encantadora bestezuela tan graciosa y tan ligera en todos sus movimientos. Se encariñó mucho con esta pequeña Piroli, siendo el apego recíproco. Tan pronto como él entraba, ella no lo abandonaba.

Cuando algún viaje impedía llevar consigo a Piroli, la dejaba al cuidado de su primo Louis Le Poittevin, que vivía en la primera planta del mismo edificio.
También se había hecho construir una casa de campo en Étretat, su ciudad natal donde solía ir a pasar largas temporadas, sobre todo en verano. En un principio quiso llamarla La Maison Tellier, pero quien conozca la obra de Maupassant sabrá que ese nombre evoca un establecimiento poco honorable, por lo que fue convencido por sus más allegados que tuviera la sensatez de bautizarla de otro modo. Así fue como finalmente la llamó La Guillette.
La Guillette, situada en las afueras de Étretat, era una casa de dos plantas que disponía de un gran espacio ajardinado y de terreno suficiente para todo tipo de tareas campestres e incluso deportivas. Suponía para Maupassant un esparcimiento del que carecía en su enclaustramiento de París.
En La Guillette, Maupassant tenía un estanque con pececillos rojos y un corral con seis gallinas y un gallo.

Varias veces al día, mi señor visitaba sus peces rojos, pero a él le gustaba sobre todo entretenerse con sus gallinas; no dejaba de mirarlas, observaba sus mínimos movimientos y se divertía. Las aves eran en verdad fuertes y hermosas, y el gallo estaba todavía más colorado que a su llegada.
–¡Es bello!– me decía– ¡Es gallardo! Merece ser pintado. Seguramente se haría un cuadro magnífico. Vea la expresión de su cabeza. La mirada es bastante fiera y sus hermosas crestas de un rojo vigoroso y ese cuello brillante es resplandeciente y ¡esa presencia majestuosa![1]...

Ese entusiasmo por la orgullosa figura del gallo quizá nos revele algún aspecto no tan recóndito de la psicología de Maupassant, identificándose él mismo con el emplumado animal al resaltar su galanura y altivo porte; tal vez la presencia de la hermosa ave fuese para él un indicio de la supremacía con la que la naturaleza dotó al macho; una proyección en el corral de la superioridad física e intelectual del hombre sobre la mujer de la que el escritor normando estaba absolutamente convencido[2].
Para defender a sus aves de la presencia de un zorro que merodeaba alrededor del corral, colocó un cepo para atrapar al ladronzuelo pero no nos consta que este cayera en la trampa.
A finales de mayo de 1885, adquirió dos hermosos patos para retozar en la charca que a tal efecto había hecho artificialmente en La Guillete. Con motivo de la presencia de los ánades, hablaba a su gata en estos términos:

–Espero, señorita Piroli, que no confundas a esos dos pequeños patos con dos grandes pájaros y les hagas daño. ¡Ah, no! ¡pues me enfadaría!.[3]

En junio de 1886, Maupassant compró un perro adiestrado para la caza. Se trataba de, un enorme podenco Pont-Audemer con unos ojos muy inteligentes; solo le faltaba hablar, según Tassart. Se llamaba Paff.
En la primavera de 1887, Piroli tuvo una camada de cuatro gatitos, pero uno de ellos nació muerto. Durante la noche, la gata fue a quejarse cerca de su señor:

–Esto no es posible. Hay algo anormal por lo que esta pequeña llora tanto. La seguimos hasta el pequeño gabinete de trabajo que se había convertido en la residencia de Piroli y de sus cachorros. Uno de sus cuatro recién nacidos estaba muerto y ella lo había sacado de la cesta.
–¡Aquí está la razón de tu desolación, gatita mía – dijo mi señor.
Mientras la acariciaba yo hice desaparecer el pequeño cadáver y Piroli tomó lugar en la cesta con los otros tres retoños. Mi señor me dijo:
– Verdadermante no le falta más que la palabra.[4]

El 15 de septiembre moría Piroli debido a un problema derivado de un nuevo parto. Maupassant quedó profundamente afectado, pero como mal menor le quedaba un recuerdo vivo de su gata, una hija de esta llamada Pussy, a la que se llevó consigo a París.
En su vivienda de París, Maupassant también poseía un loro llamado Jacquot. De este pájaro nos refiere Tassart:

Ese loro era divertido, se volvía a derecha y a izquierda, farfullando, luego tomaba aires de importancia, haciendo saludos tan graciosamente como podía; a fin de cuentas, fueron las damas mundanas sus preferidas; ellas estaban perfumadas y él se volvía loco con sus olores. También se aproximaba a esas damas, incluso demasiado, pues quería testimoniarle su amabilidad con unos picotazos que habrían podido dañarlas. Fue necesario alejarlo; protestó a su manera, pero no se le puedo dejar.[5]

Cuando Maupassant estaba en Paris o sus constantes viajes le impedían acudir con regularidad a Étretat, el mantenimiento del jardín y el cuidado de los animales quedaba a cargo de Cramoyson, que hacía de guardián de La Guillette en ausencia de su dueño.
Había un segundo perro en La Guillete. Se llamaba Pel y era hijo de Paff, pero según Tasssart no tenía ni un poco de la inteligencia de su padre.
No obstante a veces hacía alarde de cierto desdén hacia algunos animales, tratándolos como meros objetos utilizándolos para sus bromas a los que tan aficionado era, o como premios en lotes de tómbolas en las fiestas que solía organizar en La Guillette. En su favor he de decir que nunca hubo un maltrato manifiesto.
Al respecto citar dos anécdotas. La primera, con intención de gastar una broma a una dama, hizo que Tassart le llevase un paquete primorosamente embalado en papel de regalo conteniendo una importante cantidad de ranas. El objeto era dar un susto a la dama en cuestión. Cuando la mujer abrió el paquete y las ranas comenzaron a saltar por el salón, esta no solo se molestó sino que prorrumpió a reír e instó a su criado a que se llevase a los pequeños animalitos y los dejase en algún charco del Bosque de Bolonia.
Maupassant, hasta cierto punto contrariado por su derrota, dijo con convicción a Tassart: « Estaba seguro del desenlace; sabía que ella no pensaría más que en una cosa, ¡salvarles la vida!»
En otra ocasión, y con una gran fiesta que celebró en su finca de Étretat, instaló una tómbola donde los premios consistían en unos gallos y conejos vivos, para sorpresa de las damas de la alta sociedad cuyo boleto salía agraciado. La gente se regocijaba por la cara de sorpresa, incredulidad e incluso de temor de las señoras que veían como los animales trataban de desasirse con violentos esfuerzos de aquellas manos que temblorosamente los recogían.
Se ha dicho, no en pocas ocasiones, que Maupassant era un enemigo de la fiesta taurina. Se trata de una afirmación basada en el testimonio de su criado François Tassart. Este escribió en sus segundas memorias sobre Maupassant[6] que ambos acudieron en Orán a una corrida de toros y el autor le manifestó su aversión por ese tipo de espectáculo. Sin embargo resulta curioso que Maupassant no mencione la asistencia a los toros en sus memorias africanas, ni haga mención de ello en su obra.
Pese a las anteriores manifestaciones de afecto hacia los animales, Maupassant, por el contrario, tenía un auténtico miedo cerval a las arañas. En cierta ocasión llamó a Tassart para disponerse a la caza de dos arañas que se encontraban agazapadas tras la cabecera de su cama. Tras darles captura las arrojaron como comida a los peces. Aún así Maupassant comentó que quizás hubiese cometido un error dando de comer esos bichos a los peces, pues veía como estos dudaban en comérselas. ¿Tal vez sientan el veneno?, se preguntaba Maupassant.
Se llegó a decir que Maupassant tuvo un mono, pero era tal los destrozos que el simio provocaba en la casa, que tuvo que deshacerse de él.

Pero donde se aprecia de un modo fehaciente la defensa por los animales, víctimas la perversidad del hombre, es en sus cuentos normandos de caza o de campesinos.
Realizaremos una breve síntesis de cada uno de los cuentos en donde el animal es protagonista, citando su título, año y lugar de aparición por vez primera.

Pierrot es un cuento publicado en Le Gaulois el 8 de octubre de 1882 y recogido posteriormente en la antología Les contes de la bécasse.
Pierrot es un perro de compañía. Uno de esos canes de raza indefinida, sin pedigrí, pequeño y juguetón que retoza alegremente alrededor de las piernas de su ama y cuya mirada siempre parece estar diciendo ¡Gracias!. Su dueña, la Sra. Lefevre que vive en compañía de su criada, Rose, se había hecho con el perro para vigilar su huerto, pues le habían robado una docena de cebollas. Esta aparición del animal en una mera transición mercantil, ya comienza a denotar en la dueña un cierto desapego inicial, pues busca en el perro, no una compañía, sino un servicio material, la defensa de su huerto. No obstante la Sra. Lefevre comienza a tomarle cariño al animal, pero cuando le dicen que debe pagar impuestos por la tenencia de ese escuchimizado animal, su tacañería vence a su corazón y opta por desprenderse del can arrojándolo a un pozo al que los campesinos del lugar solían arrojar a sus mascotas cuando ya no servían para sus propósitos. Y así es, ella y Rose abandonan al perro a su suerte, alejándose de allí con el dolor que los aullidos del animal les provocaba.
La señora Lefevre tuvo esa noche unas terribles pesadillas, angustiada por su abyecta acción. Al día siguiente solicitó del carpintero que le ayudase a recuperar al perro, pero este le cobraba cuatro francos. ¡Era demasiado caro! Entonces optó por llevarle comida, arrojándosela al pozo, pero el pan que le llevaba a su Pierrot era devorado por otros perros más fuertes que él abandonados allí también por sus dueños.
Y Maupassant concluye así su cuento:

Y, abochornada por la sola idea de todos esos perros alimentados a sus expensas, se marchó, llevándose lo que quedaba del pan, que lo comió por el camino.
Rose la seguía, enjugándose los ojos con la punta de su delantal azul.

El título de este cuento es el nombre de uno de los personajes de la Comedia Italiana, cuyos protagonistas son Pierrot, Arlequín y Colombina. Pierrot es abandonado por Colombina a instancias de los ardides en la sombra del malvado y celoso Arlequín. De ahí tal vez la relación entre el nombre y esta famosa obra del siglo XVI.

Histoire d’un chien, se escribió en Le Gaulois el 2 de junio de 1881. Maupassant explica la génesis de este cuento al principio del mismo:

La prensa respondió unánimemente a la llamada de la Sociedad Protectora de animales para colaborar en la construcción de un establecimiento para animales. Sería una especie de hogar y un refugio, donde los perros perdidos, sin dueño, encontrarían alimento y abrigo en vez del nudo corredizo que la administración les tiene reservado.
Los periódicos recordaron la fidelidad de los animales, su inteligencia, su dedicación. Ensalzaron sucesos de asombrosa sagacidad.
Es mi deseo, aprovechando esta oportunidad, contar la historia de un perro perdido, de un perro vulgar, sin pedigrí. Es una historia sencilla pero auténtica.

Se trata de un relato desgarrador sobre una perra que, abandonada y encontrada por el cochero François en el camino, es recogida por piedad. La perra, a la que le pone por nombre Cocotte, comienza a engordar y el hombre está cada vez más orgulloso y encariñado de ella. Pero estando en celo, atrae a todos los perros de la comarca y pare una camada tras otra. François, muy a su pesar, debía ahogar a los cachorros en el río, pues no podía mantenerlos con vida ante la rigurosa negativa de su amo. Cierto día, harto ya del merodeo de tanto perro por la hacienda, este último obligó a François a desprenderse de Cocotte. El atribulado cochero le pidió a un carretero amigo suyo que la llevase muy lejos y la abandonase. Pero la perra volvió al cabo de cuatro días, flaca y completamente magullada. El amo, compadecido del animal, transigió. Pero un día un grupo de perros entró en la cocina, y ante las quejas de la cocinera el amo dijo a François que si la perra volvía a aparecer un día más por la hacienda, sería despedido.
El pobre François, desesperado, no pudo dormir. Pero al día siguiente le ató una piedra alrededor del cuello y, con dolor extremo de alma y corazón, la arrojó al río. La perra trató en vano de permanecer a flote pero en vano.
François enfermó del disgusto y paso varios días idiotizado. Al final su amo lo llevo a su finca de Rouen. Allí comenzó a recuperar la salud y se bañaba a diario en el río.
Un día, mientras tomaba un baño, vio a lo lejos un objeto que flotaba en las aguas. Se trataba del cadáver putrefacto de un animal. Cuando se acercó, pudo reconocer en aquellos despojos a su perra. Maupassant finaliza así el relato:

Se volvió medio loco de repente, comenzando a caminar al azar, con la cabeza perdida. Vagó todo el día y perdió el camino que jamás volvió a encontrar. Nunca volvió a atreverse a tocar un perro.
Y como epílogo añade:
Esta historia no tiene más que un mérito: es verdadera, enteramente verdadera.
Sin la reunión extraña del perro muerto, al cabo de seis semanas y a sesenta millas de distancia nunca la hubiéramos conocido, indudablemente; ¡porque cuántos animales pobres, sin abrigo, vemos todos los días!
Si el proyecto de la Asociación protectora de animales tiene éxito, al menos disminuiremos la presencia de estos cadáveres con cuatro patas arrojadas a los cauces de los ríos.

Mademoiselle Cocotte es un cuento publicado en el Gil Blas el 20 de marzo de 1883, bajo el seudónimo de Maufrigneuse. Sería recogido posteriormente en la antología Clair de lune.
Se trata de la misma historia contada en Histoire d’un chien dos años después, pero con un tratamiento más literario y con más detalle en su desarrollo. Histoire d’un chien contiene 1399 palabras, mientras que Mademoiselle Cocotte, contiene 1945. Comienza con François internado en un centro psiquiátrico y un médico contando los avatares que lo condujeron a tal estado. El final del cuento, cuando François reconoce a su perra en el río, es el siguiente:

François lanzó un grito espantoso y empezó a nadar con todas sus fuerzas hacia la orilla mientras continuaba gritando; y cuando llegó a tierra, huyó enloquecido, completamente desnudo, por el campo. ¡Estaba loco!

No era infrecuente en Maupassant hacer varias versiones de un mismo relato. El caso más conocido de esta práctica es su famoso cuento El Horla, del que existen dos versiones con el mismo título, la primera escrita en 1886, conocida por El Horla Primera versión, y la segunda y definitiva en 1987, que es la que hoy se considera como uno de los más paradigmáticos relatos de terror.

Coco es una denuncia del maltrato que los embrutecidos campesinos normandos inflingen gratuitamente a los animales. Apareció por primera vez en las páginas del Gaulois, el 21 de enero de 1994 y recogido más tarde en Contes du jour et de la nuit.
Es la historia de un muchacho y un  viejo caballo, Coco, que ya no tiene fuerza para tirar del arado, pero al que sus dueños le han cogido cariño con el paso de los años y no quieren sacrificarlo. Encargan a un muchacho que trabaja en la granja llamado Isidore que se encargue de su cuidado. Al zagal no le gusta esta tarea y los vecinos se burlan al verlo pasar con el viejo penco. Este, en su ignorancia, culpa al animal de las burlas y decide vengarse. Ata al caballo a una estaca y día, a día va acortándole la superficie de pasto. El caballo va consumiéndose de inanición hasta la muerte.
Cuando al día siguiente Isidore va a ver al animal…

…volaban cuervos en torno al cadáver. Innumerables moscas se paseaban sobre él, zumbando a su alrededor.
Al regresar, dijo lo que había pasado. El animal era tan viejo, que nadie se extrañó. El amo dijo a dos criados: 
—Coged las palas y haced un hoyo en el mismo sitio en que está.
Los hombres enterraron al caballo en el mismo lugar donde había muerto de hambre.
Y la hierba creció espesa, verde y vigorosa, alimentada por el pobre cuerpo.

Pero sin duda uno de los relatos más conmovedores que se puedan escribir sobre el cazador y sus presas, es Amor, subtitulado Páginas de un cazador. Este cuento apareció publicado en el Gil Blas, el 7 de diciembre de 1886 y recogido en la antología Le Horla.
Significativo título que narra como dos cazadores, en una fría madrugada, disparan a dos cercetas que salen volando detrás de unos matorrales. Una de ellas es abatida, mientras que la que había salvado la vida revoloteaba sobre la cabeza de los hombres porque era su hembra la que había caído a tierra.
Y Maupassant finaliza el cuento con estas palabras, en boca de uno de los cazadores que es el narrador de la historia:

Y en efecto, no se escapaba. Sin dejar de revolotear por encima de nosotros, lloraba desconsoladamente.
No recuerdo gemido alguno de dolor que me haya desgarrado el alma tanto como el reproche lamentable de aquel pobre animal, que se perdía en el espacio.
—.Déjala en el suelo—me dijo Karl—; veras como se acerca.
Y así fue; se acercaba, inconsciente del peligro que corría, loco de amor por la que yo había matado.

El otro cazador disparó matando al macho y nuestro narrador, con un gesto como de arrepentimiento, tomó el zurrón, introdujo a los dos animales dentro y esa misma tarde partió para París abandonando la partida de caza.

Otros cuentos donde los animales están presentes, pero sin una presencia tan destacada como los anteriores en su argumento, son:

Le Loup. Un gran lobo gris merodea por el pueblo haciendo graves estragos en las granjas. Dos hermanos, afamados cazadores, salen en su busca, no como una simple cacería, sino ya como una cuestión de amor propio. (Le Gaulois, 14 de noviembre de 1882. Clair de lune).
Le roche aux guillemots. Es tal la afición a la caza del pájaro bobo que incluso las situaciones más extremas no han de impedir asistir al evento anual. (Le Gaulois, 14 de abril de 1882. Contes du jour et de la nuit.)
Le Lapin. Al alcalde del pueblo le roban un conejo de su hacienda. Las pesquisas de los gendarmes van a dar con el ladrón bajo una cama ajena. (Gil Blas, 19 de julio de 1887. La Main gauche.)

Quizá se nos olvide alguna referencia importante en relación con el tema a tratar en el presente artículo, pero al menos hemos desgranado las más significativas para constatar que el Maupassant antiburgués, asocial, incluso arisco y huraño con sus semejantes durante los últimos años de su vida, tenía en su corazón un rincón donde albergar a los animales.

José M. Ramos González
Pontevedra, 6 de marzo de 2011.


[1] François Tassart. Souvenirs sur Maupassant. Ediciones Plon. París,
[2] Ver la Crónica La Lysistrata moderne.  Le Gaulois, 30 de diciembre de 1880.
[3] François Tassart. Op. cit.
[4] Ibid.
[5] Ibid.
[6] François Tassart. Nouveaux souvenirs sur Guy de Maupassant. A.G. Nizet. Paris, 1962