sábado, 11 de febrero de 2012

El loco de Siracusa (relato)


Durante meses, la flota romana asediaba la ciudad de Siracusa. Situada en la isla de Sicilia, constituía un enclave fundamental para el control del tráfico marítimo entre la península y el norte de África.
El general Marcelo comenzaba a desesperar y las dudas acerca del éxito de su empresa, comenzaban a hacer mella en su moral, viendo como no se cumplían las expectativas que en él había depositado el César. Su ejército también comenzaba a dar señales de impaciencia y no se podía permitir más bajas. Jamás pudo imaginar que aquel pequeño reducto podía haber resistido de aquel modo ante el mayor y más poderoso ejército del mundo.
 Aquella pequeña ciudad costera al sur de la isla, no sólo se defendía, sino que atacaba con unos medios que desconcertaban a los estrategas romanos. Un día, unas bolas de fuego catapultadas desde el interior de la urbe, habían sido tan efectivas, que veinte de las cien galeras que se alineaban desafiantes ante las murallas, fueron destruidas o seriamente dañadas. Marcelo y sus centuriones tuvieron que hacer uso de movimientos de dispersión al azar, azuzando con violencia a los esclavos que se encontraban remando en el interior de las naos. Tras la lluvia de aquellas rocas incendiarias, la flota tuvo que retirarse a alta mar para evitar ser alcanzada por los proyectiles. Los esclavos, cuyo cometido era remar, quedaron tan extenuados que se necesitaron más de tres días para recuperarse del esfuerzo y de las heridas infligidas por el inclemente y furioso látigo del timonel. Trascurrieron varios meses hasta reparar los daños materiales en los barcos, los morales en la tripulación y los físicos en los remeros.
Marcelo, para evitar que sus embarcaciones fueron fácil objetivo de las catapultas, optó por dispersar las galeras, manteniéndolas alejadas lo suficiente para que la probabilidad de ser alcanzadas por las rocas ígneas se minimizase. Pero la sorpresa de los romanos fue mayúscula cuando desde las murallas de la ciudad asediada, pudo observar unos resplandores tan intensos que, mirados directamente, cegaban a los hombres, impidiéndoles dirigir la mirada hacia aquellos brillantes puntos que tenían su origen en lo alto de las torres de la ciudadela. Cuando todavía no habían salido de su asombro, los velámenes de las galeras comenzaron a arder, provocando el caos entre la tripulación. De inmediato los barcos alcanzados por aquellos rayos se veían envueltos en llamas, pues la brea con la que la que se encolaban los tablones de madera de los cascos, era una sustancia muy incendiaria. Los esclavos, atrapados en las bodegas, proferían horribles gritos; las cadenas que ataban sus tobillos al banco donde remaban, les impedían huir del fuego y morían abrasados. La tripulación se arrojaba al agua por la borda, tratando de ser rescatados por otros barcos que a su vez comenzaban a arder por el arma letal proveniente de las atalayas de Siracusa, allá en tierra firme.
 Tras horas de caos y agonía entre la flota romana, el mar se encontraba salpicado, aquí y allá, de cadáveres de romanos y fragmentos de madera carbonizada flotando en las tranquilas y cristalinas aguas del Mediterráneo. Una vez más, Roma había sido humillada.
La conquista de Siracusa se convirtió en la prioridad del ejército romano, pues el poderío del mayor imperio del mundo estaba quedando en evidencia por un puñado de defensores cuyo armamento tenía desconcertados a los más preclaros militares e ingenieros de la ciudad más importante del mundo.
Lo que en principio parecía una campaña rutinaria, acabó convirtiéndose en la mayor de las pesadillas del general Marcelo, cuya valía como militar estaba comenzando a ser cuestionada en el Senado capitalino y sobre todo por él mismo.
Era necesario descubrir quienes estaban detrás de aquella maquinaria bélica impropia de aquel pequeño reducto en una isla ya plenamente conquistada. Siracusa era una ciudad insignificante. No tenía más relevancia que su posición estratégica en el Mediterráneo, pero su rey, Hierón, era valiente y debía contar con asesores e ingenieros excepcionales.
Marcelo optó por enviar espías a tierra. Estos lograron averiguar que las catapultas que habían diezmado la flota habían sido construidas con una precisión cuyos cálculos de construcción y eficacia, estaban por encima de la ciencia y tecnología de la época. También descubrieron que los rayos cegadores que envolvieron en fuego lo que las catapultas habían dejado indemne, formaban parte de un complejo sistema de espejos que concentraban la luz del sol dirigiéndola a voluntad al punto que deseaban.
Era fundamental buscar al autor de aquellas maravillas y a ser posible capturarlo con vida para llevarlo como esclavo a Roma. Allí, los ingenieros romanos sabrían hacer uso de sus conocimientos para mayor gloria del César y del Imperio.
Una vez conocidas las causas de su derrota, Marcelo supo que la única solución para evitar una nueva derrota sería un ataque nocturno. La oscuridad evitaría ser vistos por los defensores que tan bien manejaban las certeras catapultas, y los espejos serían inservibles mientras el astro estuviese oculto.
 Así pues, una oscura noche, donde ni siquiera la luna alumbraba el firmamento, desembarcó con sus tropas a unos kilómetros de la ciudad. Sigilosamente, una columna formada por los mejores legionarios de Marcelo, recorrieron la corta distancia que los separaba de las infranqueables murallas. La estratagema tuvo el éxito deseado y la conquista de la ciudad fue cuestión de horas, debido a lo sorpresivo del ataque y a la relajación de los defensores, acostumbrados a espectaculares y fáciles victorias.
 Amaneciendo, y en el fragor del pillaje de la soldadesca vencedora, un centurión observó a un anciano que se mantenía ajeno al ajetreo que se desarrollaba a su alrededor. El hombre, de barbas blancas y cubierto con una simple toga, escribía en el suelo unos símbolos con una rama de olivo. Estaba absorto en una especie de meditación que más parecía locura. El soldado, en efecto pensó que aquel inofensivo anciano estaba loco. ¿Cómo podía ignorar la presencia del gran ejército romano y los desesperados gritos de sus conciudadanos que estaban siendo pasados por las armas? Irritado por la actitud desdeñosa de aquel hombre, el soldado le ordenó que se levantase. Se lo tuvo que repetir tres veces, alzando la voz y con arrogancia. El anciano, volvió la cabeza y dijo con acritud, acostumbrado al respeto de sus conciudadanos: ¿Cómo osas interrumpirme durante mis cálculos? El iracundo centurión, ante tamaño agravio, levantó su espada y con movimiento veloz segó la cabeza de aquel hombre que cayó brotando sangre sobre las figuras geométricas dibujadas en el suelo.
Arquímedes de Siracusa, responsable de tantas victorias sobre la flota romana, acababa de dejar al mundo y comenzaba su glorioso periplo por la historia de la Ciencia.
Cuando Marcelo se enteró, castigó al centurión y lamentó mucho la pérdida de aquel sabio, reconociendo la valía de sus descubrimientos.
Aquel loco que antaño había salido corriendo desnudo por las calles de Siracusa gritanto Eureka, o que había sido el más fiel y leal súbdito del rey Hieron, descubriendo que el orfebre, al que el monarca encargó su corona, había sisado parte del oro entregado y sustituido por una aleación de un metal inferior, murió decapitado a manos de un soldado del ejército romano.
Siracusa fue tomada, pero los trabajos y hechos de Arquímedes permanecieron en la memoria de los hombres y hoy es considerado como uno de los más grandes sabios de la antigüedad.


José M. Ramos González
Pontevedra, 11 de febrero de 2012