miércoles, 11 de enero de 2012

El milagro de Lucía. Cuento de Navidad

Este es un cuento de Navidad que escribí una tarde de diciembre de 1995 para mis hijos Alejandro y Diana. He de decir que a los niños le gustó y quedaron un tanto conmovidos. Quiero compartirlo con quien le apetezca leerlo.

Era Navidad. Las calles estaban abarrotadas de gente que iba y venía con paquetes envueltos en brillantes papeles adornados con motivos alusivos a las fiestas, tales como campanitas, pequeños dibujos de Papá Noel sentado en su trineo, árboles, Reyes magos y muchos más. Los escaparates de los comercios estaban decorados con cintas doradas y las calles se iluminaban con muchas bombillas de colores dispuestas en diversas formas, y en ocasiones se podía leer en ellas “Bo Nadal” o “Navidad 95".
Pese al frío reinante, la gente estaba contenta porque se aproximaba Nochebuena e iban a disfrutar con su familia de una gran y apetitosa cena para conmemorar el nacimiento de Jesús, el Hijo de Dios. Unos a otros se saludaban diciéndose: “Feliz Navidad”, “Felices Fiestas”.

Sin embargo no todo el mundo era feliz. Había una niña que estaba triste. ¿Por qué?, os estaréis pregun­tando. Sí, en Navidad hay vacaciones, podemos le­vantarnos tarde y acostar­nos cuando nos plazca, viene Papá Noel y los Reyes Magos con regalos, además en la tele hay programación especial, muchos dibujos animados y películas para niños.
Sí..., pero Lucía, que así se llama la niña de esta historia, no era feliz. No le apetecía ver la televisión ni tenía ganas de comer turrón ni mazapán, ni todas esas golosinas que tanto chiflan a los niños. Y todo ello porque su papá no podía pasar la Navidad con ella ni con su mamá. Su padre trabajaba en un barco mercante que se encontraba muy lejos, en la costa de Canadá.
–No llores Lucía, que papá vendrá para las fiestas de Carnaval – la consolaba su madre.
–Sí, – decía Lucía – pero para entonces ya será tarde. La Navidad habrá pasado y yo deseo que estemos todos juntos esos días tan especiales, como lo estaban Jesús, José y María en el portal de Belén.
– Pero no es posible Lucía. Tu padre tiene que trabajar para que tú puedas tener ropa que vestir, libros para estudiar y para que yo pueda comprar en el supermercado, ¿comprendes hija?
Pero pese a lo que su madre decía, Lucía no contestaba. Se encerraba en su habitación y antes de acostarse se quedaba largo rato mirando las estrellas a través de la ventana, pensando que su papa también estaría echándola de menos en ese mismo instante.
Una noche, cuando en el cielo no había una sola nube y las estrellas brillaban más que nunca, vio una estrella fugaz recorrer a gran velocidad la bóveda celeste y recordó que alguien en una ocasión le había dicho que cuando pasaba una estrella fugaz se podía pedir un deseo.
Cerró los ojos con fuerza y pidió con todo su corazón:
– Jesús, por favor, haz que mi papá venga esta Navidad.
Repitió muchas veces el mismo deseo y, sin dejar de pensar en su padre, se quedó dormida.
Al día siguiente su madre la llevó al centro comercial.
– Vamos a comprar turrones y almendras. Recuerda que tenemos que celebrar la Navidad – dijo su madre muy animada.
Lucía no contestó. No quería preocupar demasiado a su madre. Bastaba su pena. No quería ver a su madre triste.
– Mamá, ¿me dejas quedar en la librería? Me gustaría ver algunos cuentos para regalar a los primos.
– Muy bien Lucía, pero no te alejes de allí. Hay mucha gente y podrías perderte.
– No te preocupes mamá – tranquilizó Lucía a su madre.
– Lucía comenzó viendo los libros de las estanterías. Había unos libros muy gruesos, con muchas páginas y con unos títulos extraños: Historia de la Alquimia, Grandes Astrónomos, Pasatiempos matemáticos.
– ¿Qué será la Alquimia?– se preguntó Lucía – y los astrónomos deben ser unos gigantes sino no serían grandes. ¿Cómo será que hay pasatiempos matemáticos, si en el cole no resulta tan divertido estar multiplicando a todas horas?
Abrió un libro y vio una página llena de letras diminutas y sin ninguna ilustración. Lucía pensó que jamás sería capaz de leer un libro tan enorme.
Después observó un cartel amarillo en el que podía leerse en grandes letras negras: LITERATURA INFANTIL Y JUVENIL. Allí se dirigió y en las estanterías vio libros más pequeños y delgados, con unas portadas más vistosas y divertidas; los títulos eran también muy atractivos: Tintof, el monstruo de la tinta, El dragón de Jano, Blick lo lía todo y muchos más. Les echó un vistazo y descubrió que eran libros fáciles de leer, de letra grande y con unos dibujos que ayudaban a seguir la historia que en ellos se narraba.
– Esto ya está mucho mejor – pensó Lucía.
Estaba ojeando los libros cuando alguien a sus espaldas, con voz grave dijo: – Hola pequeña.
Lucía se volvió y allí estaba él. Vestido de rojo, con una enorme barba blanca y con un gorro coronado con un pompón blanco que colgaba lacio al lado de la cara.
– ¿Quieres un caramelo?– preguntó Papá Noel.
       – Me gustaría – contestó Lucía – pero mi mamá me prohíbe aceptar obsequios de extraños.
– ¿Cómo? ¿No me conoces? Yo no soy un extraño. Soy Papá Noel, aunque en otros países me llaman San Nicolás o Santa Claus, y soy amigo de todos los niños.                   
– No lo creo ¿sabes? Pablo me dijo que tú eres un señor disfrazado y que Papá Noel no existe.
– ¿Y quién es ese Pablo? – preguntó Papá Noel.
– Pablo es un niño de mi colegio. –
– Seguro que ese Pablo no es muy listo porque está equivocado – dijo Papá Noel con una sonrisa dibujada en sus labios.
– La verdad es que se equivoca mucho cuando suma y la profesora le regaña con frecuencia – explicó Lucía.
– Entonces no debes fiarte mucho de lo que dice ¿ no crees ?
– Tal vez, pero yo también tengo mis dudas. ¿Me dejas tirarte de la barba?
– Bueno, pero con cuidado que duele.
Lucía dio al principio un tirón débil y al ver que la barba no se despegaba hizo más fuerza.
– Uff...– se quejó Papá Noel – ¡Detente que me vas a arrancar los pelos!
– ¡Anda, es verdad! Esa barba no es postiza – exclamó  Lucía sorprendida – Es una barba real.
– Y yo también soy real. ¿Aceptas ahora mi caramelo?
– Bueno, vale – dijo Lucía venciendo su desconfianza inicial.
Lucía introdujo el caramelo en la boca y de pronto notó como su lengua y todo su paladar se veían invadidos por un intenso sabor dulce. Era un sabor que jamás había experimentado en sus ocho años de vida. Aquello sabía mejor que cualquier golosina que hubiese probado. Era el mejor caramelo del mundo. En ese momento Lucía supo que aquél gordinflón barbudo que iba ofreciendo caramelos a los niños era el mismísimo Papá Noel.
– ¡Gracias Papá Noel!¡Es un caramelo fantástico!
– Claro que es fantástico. Los fabrico yo en mi fábrica de juguetes y golosinas del Polo Norte.
– ¿El Polo Norte?
– Sí. Yo vivo en el Polo Norte todo el año en compañía de mis ayudantes y de mis renos. Está muy cerca de un país que se llama Canadá. Es un país con una bonita bandera. Tiene una hoja pintada de rojo en el centro.
– ¡Oh, Papá Noel! – exclamó de pronto Lucía con los ojos muy abiertos – en ese país está mi papá en medio del mar, en un gran barco, y va a pasar la Navidad solo. Sé que va a encontrarse muy triste sin mí y sin mamá.
A Lucía comenzaron a anegársele los ojos, y las lágrimas estaban a punto de brotar y discurrir por sus mejillas como un pequeño riachuelo, cuando Papá Noel dijo:
– No te preocupes Lucía. Has sido una niña muy buena, has rezado tus oraciones y has ayudado y obedecido a tu madre en todo. Tanto yo, como los Reyes Magos, tenemos intención de hacerte unos bonitos regalos.
– ¿Cómo sabes mi nombre? No te lo he dicho todavía – preguntó Lucía sorprendida de que Papá Noel la hubiese llamado por su nombre.
– Yo lo sé todo de los niños, sino no podría distinguir al bueno del malo, al estudioso del vago, al que ayuda a sus hermanos y padres del desobediente y maleducado, de quién merece muchos regalos y de quién merece pocos. Es mi deber conocer a todos los niños y saber lo que hacen y como se portan durante todo el año para recompensarlos según sus actos.
– ¡Ya! Por cierto Papá Noel, gracias por los regalos del año pasado. Me encantaron. Además mi papá jugó conmigo al parchís electrónico que me dejaste en el balcón.
Pero pese a esta conversación, Lucía seguía estando triste. Podía notársele en la cara. Papá Noel lo advirtió y ya no pudo soportar por más tiempo el ver como la niña sufría.
– Mira Lucía – comenzó a decir Papá Noel – yo no estoy aquí para regalar caramelos fantásticos a los niños ¿sabes?– Estoy aquí porque mi Jefe me encargó un trabajito.
– ¿Tu Jefe? ¿Quién es tu Jefe? – preguntó Lucía.
– Jesús, naturalmente – contestó Papá Noel sin dudar un instante – Jesús es el Rey de mi mundo. El mundo de los Reyes Magos, los ángeles y de las personas buenas cuando se mueren. Todos lo amamos y obedecemos. Él también nos ama a nosotros.


–¿Cómo el rey Don Juan Carlos ? – preguntó Lucía un tanto confusa.
– No exactamente. Cuando crezcas y estudies mucho lo entenderás. Bien – continuó Papá Noel – como te iba diciendo, Jesús me ordenó que viniese a esta ciudad porque había recibido una petición muy intensa que le llegó en una estrella fugaz y que me encargase personalmente de que se hiciera realidad.
A Lucía se le iluminó el rostro y estalló en gritos de júbilo.
– ¡Mi papá! ¿Va a venir mi papá? Por favor Papá Noel, dímelo.
Y en ese momento una mano se posó en su pequeño hombro. Lucía se volvió y allí, a su lado, de pie, estaba su padre sonriendo con un gran oso de peluche.
– ¡Papá! – gritó Lucía, embargada por la alegría y la emoción. Rodeó a su padre con sus brazos con tanta fuerza que casi lo dejó sin respiración.
– No quiero que nos vuelvas a dejar solas en Navidad – dijo Lucía con lágrimas en los ojos.
– Y yo te prometo que haré todo lo posible para que así sea – contestó su padre.
Lucía volvió la cabeza a un lado buscando a Papá Noel.
– ¡Gracias Papá No... !
Pero Papá Noel había desaparecido. Giró la cabeza en todas direcciones tratando de encontrarlo pero sólo veía a la gente normal que estaba haciendo sus compras.
– ¿A quién buscas? – preguntó su padre.
– A Papá Noel. Estaba conmigo cuando llegaste.
Su padre la miró entre extrañado y divertido.
– ¿Estás segura Lucía? Yo no he visto a nadie.
Lucía comprendió que había ocurrido un milagro y a partir de ese momento supo que la Navidad era la época de los  milagros por ser las fiestas del amor que es de lo que están hechos los milagros.
El gran amor por su padre y su inquebrantable fe en Jesús fue lo que hizo posible que aquella fuese la Navidad más feliz de su vida.


Autor: José Manuel Ramos González
Pontevedra, diciembre 1995.