domingo, 8 de marzo de 2015

La oscuridad (relato)

Dicen que cuando alguien se enfrenta a la muerte, ve pasar ante sí la película de su vida, condensada en unos segundos, antes de entrar en el oscuro túnel donde la conciencia se desvanece. Muchos psiquiatras y otros estudiosos han tratado de explicar este curiosa fenómeno, justificando el proceso como una reacción de la mente ante un hecho traumático, una defensa de la psique ante una amenaza.
¿En realidad qué pasa en el interior de estas personas ante situaciones límite?

Se despertó relajada, pero muy somnolienta. Los párpados parecían pesarle una tonelada por lo que no se esforzó en intentar abrirlos. Sentía una paz interior indolora, sin embargo su sentido del olfato parecía no estar aletargado y le olía a lejía. La lasitud de su cuerpo dio paso a un pequeño movimiento espasmódico de sus miembros. Hacía frío. Esa frigidez estaba comenzando a atenazarla y los temblores iniciaban la distensión de sus músculos hasta ese momento inertes.
Hizo un nuevo intento para abrir los ojos, y, sobreponiéndose a la pereza, logró entreabrirlos, pero no vio absolutamente nada porque la oscuridad era más negra que la intensidad de cualquier color negro que podía recordar. Sin embargo el olor era penetrante.
Intentó recordar quien era y donde estaba, pero su mente se resistía al igual que lo habían hecho sus párpados. Hizo un acopio de voluntad para tratar de rememorar su reciente pasado y el esfuerzo fue recompensado con el recuerdo de su enfermedad: Una parálisis progresiva que la había tenido postrada en una cama, casi en estado vegetativo durante años. Recordaba que escuchaba lo que la rodeaba, la voz de sus familiares, sus caras, sus visitas. Luego las visitas se habían hecho cada vez más esporádicas. Por último, el abandono, la soledad de días y días sin que nadie fuese a visitarla a aquel sórdido hospital donde las enfermeras la ignoraban, mientras pedía auxilio a gritos; gritos que solo ella podía escuchar en el interior de su cerebro, pero que no trascendían en ondas acústicas que pudieran ser percibidas por los demás. Comenzó a recordar los inicios de su enfermedad y como de pronto se encontró en aquel hospital sin poder moverse, sin poder hablar, sin poder manifestar sus sentimientos ni expresar todo el horror que sentía. De vez en cuando una lágrima fluía desde su lacrimal hasta el mentón, cayendo pesadamente sobre la sábana, pero solamente era un proceso fisiológico ya que cuando quería llorar – y era la mayor parte del tiempo–, las lágrimas no afloraban. Solo su mente estaba activa, lamentablemente alerta y activa, para ser consciente del estado en el que se encontraba. Esa era su condena.
Deseó morir muchas veces. La mayor parte del tiempo se lo pedía a Dios, pero hacía tiempo que había dejado de creer que Dios tuviera algo que ver en su situación. Quiso acabar con aquello durante mucho tiempo, hasta que se rindió a la evidencia. Sus padres no la desconectarían jamás de la máquina que la mantenía con vida, nunca le arrancarían el cordón umbilical mecánico que la unía a aquel artilugio que hacía funcionar su cuerpo inerte, que la hacía respirar artificialmente y que estimulaba su corazón para que latiese hasta que el músculo se deteriorase por el uso. Su familia era rica y no tendrían problemas para mantenerla durante años al cuidado de esa institución médica que la conservaba como un jarrón en una habitación al que hay que cambiar el agua cada dos días. La férrea educación católica de su madre jamás permitiría que rompiesen el vínculo sagrado que la aferraba a la vida, lo cual no dejaba de ser un claro rasgo de egoísmo por parte de su madre que permitía que su hija permaneciese en ese infierno, tan solo para no transgredir su fe.

Recordó haber leído en una ocasión, que cuando alguien se enfrenta a la muerte ve pasar ante sí toda la película de su vida condensada en unos segundos. Y en efecto, veía su vida pasar ante sí, pero no en segundos, sino durante muchos días, meses, años… Tenía tiempo, mucho tiempo, y lo único que podía recordar era  precisamente su vida antes de su debacle física… Intentaba dirigir sus recuerdos hacia los pocos momentos felices de su infancia para olvidar por unos instantes su pavorosa realidad.
Después de volver en sí, sospechó que acababa de salir de un profundo sueño. Era extraño, porque normalmente su mente descansaba poco y su sueño era muy liviano y corto. Dormía a intervalos muy cortos durante todo el día, porque ya había perdido el concepto del tiempo. Vivía en un mundo atemporal, los segundos se confundían con los minutos, los meses con los años, y todo su espacio vital se reducía al techo de la habitación con la tenue lámpara que se mantenía encendida cuando alguien accedía a la habitación y era apagada cuando salía. Pero su vista, tanto tiempo fija, se había acostumbrado a la oscuridad, por lo que ahora le sorprendía esa negrura como un manto, como una venda negra sobre sus ojos.
El olor a lejía se hacía cada vez más intenso. Sin saber porque, relacionó el olor con los días de invierno, y pensó en la tierra mojada después de llover. Aquel olor le resultaba casi una fragancia, pero ahora era de una intensidad tan brutal que le producía nauseas. El silencio no era normal. Su oído se había desarrollado en tantos años de inactividad física que podía escuchar zumbar un insecto en la habitación contigua o los pasos de las enfermeras en los pisos inferiores del hospital durante las rondas nocturnas. Ahora no escuchaba absolutamente nada. Silencio absoluto.
Notó algo que se deslizaba por su mejilla. Era un objeto frío que se arrastró por su cara hasta introducirse en su boca. Al contacto con la lengua supo que se trataba de algo delgado y duro con sabor a plástico. Temió que fuera algún insecto – no sería la primera vez – y la invadió una sensación de asco y repulsión. Su desconcierto iba en aumento, no obstante comenzó a relacionar la penetrante oscuridad, el silencio, la evocación de la tierra mojada, el bicho… cuando en su mente irrumpió una idea como un mazazo: ¡Estaba enterrada viva!
No sabía que pensar, al fin y al cabo su situación actual poco difería de la que había padecido los últimos diez años: inmóvil, sin poder hablar, solo sufrir y padecer. Esta idea mitigó el impacto de su descubrimiento, y poco a poco se tranquilizó. ¿Acaso no había logrado lo que había deseado hacía tanto tiempo? Morir. Si la habían enterrado moriría de hipotermia o inanición. Solo tendría que esperar, pero estaba acostumbrada… Ahora tocaba prepararse para la muerte que llegaría como una liberación. Por fin todo iba a acabar.
Estaba convencida del fin de sus males de que el merecido descanso llegaría, pero su mente no le permitía descansar, y de pronto pensó que si era consciente de que estaba enterrada y al mismo tiempo estaba viva, no necesitaba la máquina de respiración artificial. La habían enterrado viva y sin embargo podía respirar por sí misma. No era posible. ¿Y si se estaba recuperando? Por un momento el instinto de conservación se hizo presente y pensó que era una triste paradoja, una ironía cruel, lo que le estaba sucediendo.  Pero el deseo de acabar con su sufrimiento primaba sobre todo lo demás y el fugaz pensamiento de una posible curación se diluyó en la esperanza de que aquello por fin dejase de atormentarla.
  Y cuando ya estaba entregada y en paz, escuchó una voz que pronunciaba su nombre. Al principio lejana, pero que se acercaba cada vez más. Pensó que su mente seguía desvirtuando la realidad, pero la voz era persistente y le conminaba a despertar.
Una luz cegadora surgió ante sí, y cuando sus ojos pudieron acostumbrarse a ella, vio una cabeza sin boca y sin nariz. Unos ojos, enmarcados por un óvalo cubierto con una tela verde, la observaban con mirada indiferente… El fantasmagórico rostro despareció de su fondo de visión y al cabo de un instante escuchó:
«Ha abierto los ojos. Enhorabuena, caballeros, la operación ha sido un éxito. Hemos logrado extraerle el tumor. A esta joven todavía le quedan muchos años de vida.»
Fue entonces cuando vio pasar ante sí la película de su vida, condensada en unos segundos, incluyendo la secuencia de los últimos diez años, sabiendo horrorizada que a esa película todavía le quedaba mucho metraje para finalizar.

 José M. Ramos González. Pontevedra, 26 de febrero de 2015.